Del taller de costura al cine
El viento fresco insiste en sacudir el cabello largo y lacio, amarrado con delicadas hebillas.
Elegante en su vestido negro, tan barroco con su rosa negra sobre el pecho como la ciudad minera donde está, ella se sienta en un banquito de madera para conceder esta entrevista. Es hora de contar la historia de la mujer que conquistó el corazón de uno de los principales festivales cinematográficos de Brasil.
“Yo volví a Brasil porque no acepté fracasar”, dice Verónica Sumi, joven boliviana de 30 años que debutó como actriz de cine en la 18ª edición de la Mostra de Cinema de Tiradentes. Ella es protagonista del cortometraje Armat Jakawinaka – Vidas Ausentes, de Ronaldo Dimer, producción de la Academia Internacional de Cinema, con guión del director y de Victor Amaro, exhibida con un buen recibimiento del público de la ciudad histórica minera.
En la ficción, encarna a Rosa, una inmigrante boliviana en San Pablo que se desespera al quedar embarazada de un brasilero, mientras lidia con el patrón (Juan Cusicanki) y el amigo (Edgar Villegas).
Verónica Bertha Sumi Condori nunca pensó que un día sería una estrella de cine, a pesar de tener una vida de película.
Fue criada en la pequeña comunidad de Ilave del altiplano boliviano, en la Província de Eliodoro Camacho, Departamento de La Paz. A los 14 años, rebelándose con su padrastro, decidió irse de casa y probar suerte como niñera en la metrópoli La Paz.
Enseguida percibió que para conquistar todo lo que soñaba necesitaría estudiar. Y se matriculó en la primera escuela que encontró. Mientras trabajaba duro, avanzó en los estudios e ingresó en la carrera de asistencia social de la Universidad Pública de El Alto.
Cursó durante un año y medio hasta que, a los 23 años, recibió una propuesta para trabajar en Brasil. Le dijeron que podría ganar muchos dólares. Ella lo creyó y se mudó a San Pablo.
Ni bien llegó a la mayor ciudad brasilera, en el año 2008, la joven descubrió que su sueño era en realidad una pesadilla sin fin. Fue a trabajar como costurera en condición de esclavitud y, como si fuera poco, recibía malos tratos diarios. La llamaban sonsa y lerda.
Además, el patrón boliviano desapareció con sus documentos, para que ella no pudiera huir. Fueron siete meses de sufrimiento cotidiano y terror en el barrio de la Penha, zona este de San Pablo. “Yo tenía mucho miedo”, recuerda.
El único momento de felicidad fue cuando consiguió entradas para ir al show del grupo boliviano Awatiñas, en el Ginásio da Portuguesa, en 2009. Ella era fanática de la banda desde que vivía en Bolivia y ver aquel show de sus compatriotas en San Pablo, en ese momento, tuvo un gustito especial, casi catártico. “El cantante tiró el sombrero y yo logré agarrarlo. Lloré de emoción.”
Después de tanta felicidad, volver al trabajo fue un martirio aún mayor. No lo soportó y se enfermó. “Lo único que quería era morirme”, recuerda. Terminó en el hospital y con ayuda del equipo médico, que amenazó con denunciar a su malvado patrón, consiguió que él la mandara de vuelta a Bolivia. Otro detalle importante hizo que la vuelta tuviese sabor amargo: no recibió un solo centavo por los siete meses trabajados.
“Llegué de vuelta a Bolivia con esta sensación: Yo fracasé en Brasil”, cuenta, emocionada.
Pero, perseverante, no desistió fácil. Volvió a estudiar, aprender técnicas de costura e hizo un curso de emprendimientos. Después de un año de haber vuelto a La Paz, se decidió: era hora de regresar a San Pablo para ajustar cuentas con su pasado reciente. Así, desembarcó en la ciudad brasilera otra vez en diciembre de 2010.
Su objetivo era uno sólo: localizar al ex-patrón y exigirle el pago de sus siete meses de servicio. Al verla, él se río y dijo: “Estás perdiendo el tiempo en buscarme, nunca te voy a pagar.”
Desesperada y shockeada por la cara de piedra del hombre, tomó fuerzas de una enseñanza materna: “Pensé: mi madre me enseñó a trabajar y hay otros bolivianos buenos por aquí. Lo voy a lograr. La vida es dura pero nunca debes rendirte”, cuenta.
Después de trabajar en la casa de una señora minera, resolvió poner en práctica su curso de emprendimientos y decidió que había llegado la hora de trabajar para sí misma.
“Comencé a revender ropa y fue funcionando. Hoy, vivo sola y pago mi alquiler en el Pari (barrio paulistano con fuerte concentración de inmigrantes bolivianos)”.
Con la vida financieramente más estabilizada, Verónica sueña con volver a estudiar, para un día poder volver a Bolivia en mejores condiciones de las que vino. “Quiero hacer un curso técnico aquí en Brasil”, sueña.
Fue de casualidad que el cine y Verónica se encontraron. Un día ella estaba utilizando el internet del Centro de Apoio ao Imigrante de San Pablo, cuando vió que dos hombres diferentes entraron. “Estaba allá esperando para inscribirme en un curso de modelaje, cuando Ronaldo (Dimer, director y guionista de la película) y Victor (Amaro, coguionista y director de fotografía) entraron. Como eran diferentes, le pregunté a mi amiga Érica si sabía quienes eran. Ella me dijo que trabajaban en cine y estaban buscando una actriz boliviana que supiera hablar aymara (lengua indígena boliviana). Ella fue quien me dijo que me postulara”.
En ese momento, Verónica titubeó: “Pensé: yo no soy Miss Universo ni Nicole Kidman para hacer cine, ¡ni siquiera se hablar bien portugués! Pero mi amiga me animó tanto que fui a hacer el casting”.
Ronaldo Dimer recuerda que ella enseguida lo conquistó. “Ella tuvo una empatía muy fuerte. La película es una oración al silencio del inmigrante. Y la película, de alguna manera, es ella también”, elogia.
Verónica lo retribuyó. “Ronaldo es un muy buen director. Fue muy paciente conmigo. Le agradezco mucho por la oportunidad de estar hoy aquí, en un festival de cine tan grande, en esta ciudad tan bonita. ¡Ni sabía que existía un festival así en Brasil!”, dice, sorprendida.
Antes de despedirse del reportaje y seguir caminando por las calles de Tiradentes, Verónica observa profundamente y dice: “Yo fracasé la primera vez que vine. La segunda, no podía fracasar de nuevo. Ví, enfrenté y vencí. Es necesario tener coraje”.
Lo que ella no dice es que también es necesario ser Verónica Sumi.
Fuente: El Visor Boliviano